Por Ángel Álvaro Peña
El anonimato de la lucha implica su inutilidad. Cubrirse el rostro fue una medida de protección para evitar la represión durante las manifestaciones callejeras de las administraciones pasadas.
Ahora, ante la libertad absoluta de expresar su inconformidad y tener garantizado el uso de la manifestación de ideas, cubrirse el rostro implica un actitud más cercana a la delincuencia que a la lucha social.
Ante el aviso de que no habría represión del gobierno de la Ciudad de México, aunado a la consideración que identifica al gobierno federal de no impedir la libre manifestación de las ideas, la capucha sale sobrando; sin embargo, lo que cubre el rostro es la coartada del delito, evitar ser identificado para tener la libertad de delinquir.
Nadie quiere que haya represión, ni siquiera modificación del estatus de activista a considerarse delincuente, pero es necesario que se evite el vandalismo, sobre todo cuando la carencia de respeto por los monumentos que son testimonio inamovible de la historia, son afectados.
No podemos menos que indignarnos ante el abuso que comenten los encapuchados montados en la libertad de la que se abusa. Pero una práctica que denota falta de respeto por la historia, implica que hay alguien detrás de ese movimiento que desafía la paciencia de las fuerzas que cuidan la integridad de los verdaderos manifestantes y la tolerancia de un gobierno que prefiere tratar de evitar los abusos a reprimir.
Lo que debe investigarse es el origen del vandalismo, la justificación de la capucha, la intención de destruir en nombre de la inconformidad para buscar dos objetivos principales; el primero, la represión y poder responsabilizar al gobierno de la ciudad o al federal de mano dura, autoritarismo, exceso, etc. El otro, llamar la atención, dentro y fuera de nuestras fronteras, para que se den cuenta de que no todo está bien en México.
Mantener el rostro oculto ante un régimen que no reprime acusa no sólo anonimato innecesario sino una toma por asalto de la congruencia y una distracción de los principales problemas del país a una aventura que durará hasta que sus protagonistas se aburran o bien, hasta que alguien descubra la mano que mece la cuna.
No es nueva la infiltración de gente a las marchas para desprestigiarlas, fue una práctica de varios partidos políticos, prácticamente de la mayoría de ellos para desgatar las críticas; ahora no se trata de hacer de los cuestionamientos una actividad natural y cotidiana sino de provocar la represión, por ello hay siempre cámaras de video listas en todo momento para dar cuenta de esa represión que la oposición espera y provoca.
No es precisamente la oposición partidista, aunque existen algunas sospechas, sino una oposición con el poder suficiente como para alquilar gente que se confunda con los verdaderos inconformes para beneficiar al caos y se deteriore la imagen de la actual administración, tanto de la capital como del país.
Las conmemoraciones que exigen tomar las calles son el motivo para escandalizar y violentar el orden, no por ello deben prohibirse, como hace mucho tiempo el PAN lo propuso incluso en el Congreso, porque para ese partido las manifestaciones callejeras parecían una plaga que le afecta desde hace muchos años en lo más sensible de su salud partidista. PEGA Y CORRE. – A propósito, los integrantes del Comité 68 exigieron al gobierno capitalino garantizar el derecho de la libre manifestación por las calles de Ciudad de México durante la marcha del 2 de octubre, pero sin implementar cercos policíacos. Por ello, dejaron claro que quienes asistan con el rostro cubierto o con intenciones de provocar no serán bienvenidos en la marcha por la conmemoración del 51 aniversario de la matanza en Tlatelolco, aunque, seguramente, lo intentarán o realizarán su propia marcha… Esta columna se publica los lunes, miércoles y viernes.
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